Uno a
uno doblaba los calcetines y los colocaba, cuidadosamente, en los
cajones como si se tratara de un rompecabezas. Después repetía el
proceso con las camisas de su marido, lo que le recordó que debía
apresurarse en preparar la comida, si quería tenerla lista para
cuando él llegase. Así que, una vez terminó de doblar ropa y
colocarla en su sitio, se dirigió a la cocina para preparar un
suculento estofado de carne. Sabía que era uno de los platos
preferidos de su marido, sobre todo porque saciaba totalmente el
hambre que le producía una dura jornada de trabajo. “Es un gran
hombre”, pensó, “Se esfuerza tanto para poder mantener a sus
seres queridos...”. Ella deseaba conseguir un trabajo estable, con
un buen sueldo y poder permitirse algunos lujos, pero sabia que su
cometido era imprescindible. ¿Quién mantendrá el orden y
organizará la casa si no lo hago yo ? Se preguntaba con frecuencia
aunque sus deseos por conseguir una vida algo ajetreada seguían
encendidos en algún rincón de su cuerpo.
Hacía
ya tres años que se habían mudado a aquel piso, pocos meses después
de que ella se trasladase desde París. Fueron unos meses duros, pues
la relación con sus padres no era la que se puede esperar, sin
embargo, sus deseos por abandonar el lugar en el cual le fue
arrebatada su infancia y encontrar una nueva vida llena de
posibilidades, echaron a un lado cualquier obstáculo. Y, aunque los
recuerdos de su vida eran intensamente dolorosos, aquel piso le
brindó la oportunidad de ilusionarse de nuevo por llevar una vida
feliz junto a su marido y su hijo.
La
comida ya estaba lista y sólo debía esperar a que el autobús
trajese de vuelta a su hijo de la escuela. Se quitó el delantal, se
puso un bonito vestido, se maquilló ligeramente y salió de casa
hacia la parada del autobús para recibir a su hijo. Hacía un día
soleado y agradeció haberse acicalado, pues las demás madres verían
que era mucho más guapa que ellas. Al llegar el autobús, buscó a
su hijo entre la multitud de niños que salieron de dentro y le dio
un beso en cada mejilla. “¿Cómo ha ido el día pequeño?”, le
preguntó, y mientras escuchaba hablar al chico se dirigieron hacia
casa para recibir al hombre de la casa y gozar del estofado que
aquella mañana había preparado.
Tras
la comida, su marido se llevó al chico a la escuela de nuevo y ella
se dedicó a recoger la cocina. Después se sirvió un café y
encendió el televisor. Estaba cansada así que se quedo dormida casi
sin darse cuenta. Al despertar vio que eran casi las seis: hacía
media hora que el autobús había traído de vuelta a casa a su hijo.
Salió de casa rápidamente, lamentando ser tan irresponsable. Al
llegar a la parada, una de las madres que había ido a buscar a su
hijo estaba cuidando del chico. “Supuse que estarías al llegar”
le dijo. Ella se disculpó por las molestias y volvieron a casa. Se
sentía fatal, viendo al chico jugar inocentemente en el suelo
probablemente sin darse cuenta de la pésima madre que tenía. Pensó que no debía contar a su marido lo ocurrido, era su único cargo y no
podía poner en evidencia lo mal que se le daba.
Durante
la hora de cenar estuvo muy, o mejor dicho, demasiado callada. “¿Qué
te pasa?” le preguntó su marido. “Nada importante” respondió.
Acto seguido una voz triste y suave dijo “Esta tarde mamá ha
olvidado venir a recogerme a la parada del autobús”. Se sintió
enormemente avergonzada, como si la hubieran humillado en público.
La mirada desconcertada de su marido le hizo sentirse aun peor.
Recogieron
la mesa y se sentaron en el sofá a ver la televisión. Tenía sueño
pero prefirió esperar a que su marido fuese a dormir para ir con él.
Cuando él se decidió por ir al dormitorio ella le acompañó. Le
pareció estar en la gloria cuando por fin pudo estirarse, pero sus
ganas de dormir se desvanecieron cuando su marido le dijo que no
entendía cómo pudo olvidarse de su hijo. “Me quedé dormida
simplemente, podría haberte pasado a ti”. Él le replicó que el
caso era que a él jamás le había pasado. Él se dio media vuelta y
dieron por finalizada la conversación. Desde ese momento no pudo
volver a conciliar el sueño. Veía pasar las horas en el reloj de su
mesa de noche sin conseguir ni siquiera cerrar sus ojos. Las palabras
de su marido se clavaban en su mente. Se sentía completamente
inútil. Nada parecía tener sentido en esa casa. ¿ De qué servía
esforzarse para que un sólo error le saliese tan caro ?
Pesimistas
pensamientos golpeaban su mente haciéndole conciliar el sueño
mediante la erosión de sus fuerzas. “Mañana será otro día”
pensó. Era el momento de demostrar que estaba realmente dedicada a
su familia. La mañana siguiente se despertaría con una gran
motivación. Sería un día especial en el que debía demostrar a su
familia que la quería y que haría lo que fuese necesario para que
valorasen su labor. No era el momento de rendirse, sino de ser
fuerte. Lo ocurrido el día anterior era una simple tontería.
El día
empezó ajetreado pero, a la vez, llevadero. Primero cambiarse y
asearse y, acto seguido, levantar al pequeño de la casa. Después
preparar el desayuno y hacer las camas antes de llevar al chico a la
parada del autobús. Para cuando volvió su marido ya se había ido y
lamentó no haberse despedido de él. Pensó que quizás eso le
molestaría, así que le envió un mensaje a su móvil para sentirse
mejor. Además, como tenia poca faena en casa tendría tiempo para
prepararle alguno de sus platos favoritos.
Tras
hacer las camas se decidió a limpiar la vajilla que la abuela les
había regalado el día de su boda. Limpió cuidadosamente todas y
cada una de las piezas, cuando de repente, una fría sensación recorrió todo su cuerpo. Un falso movimiento hizo que una de las piezas más especiales de la vitrina -un valioso jarrón que su marido le regaló cuando ella consiguió dejar atràs su crudo pasado- cayera al suelo sin que ella pudiera remediarlo.
Por un momento se quedó paralizada en el sitio, intentando
creer que aquello no había ocurrido. Pero ocurrió. El jarrón se
había caído justo el día después de olvidar ir a buscar a su hijo
a la parada del autobús. Únicamente podía pensar en las posibles
reacciones de su marido. Le hubiese gustado evitar aquellos
pensamientos, pero fue incapaz. Imaginó la cara enfurecida de su
marido, los silencios incómodos, la vergüenza y humillación
recorriéndole el cuerpo. Quiso arreglarlo, quiso buscar una
explicación, una excusa para que aquello no pareciera tan grave.
Pero nada servía ya. Su motivación por mantener la casa en orden y
preparar el plato favorito de su marido se desvanecieron rápidamente.
Se sentó en el sofá y miro por la ventana todas y cada una de las
nubes que recorrían el marco de un extremo a otro a través del cristal, deseando que
todo se detuviese en aquel instante. No obstante, sabía que las agujas del reloj seguían moviéndose.